lunes, 22 de septiembre de 2008

Ignacio Soldevila: una vida cumplida

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Malos días estos para la literatura. El fallecimiento en Quebec del historiador y crítico literario valenciano, tan temido como esperado, se produjo cuando se acercaba a cumplir los 80 años, pues había nacido en 1929. En las dos últimas décadas, tras jubilarse en la Universidad Laval, donde llegó en 1956 y había desempeñado casi todo su magisterio, pasaba largas temporadas en su apartamento de la Playa de San Juan, en Alicante, en cuya universidad impartió cursos de doctorado desde 1993. Asimismo, era miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua, pero su vinculación no fue meramente honorífica, ya que colaboró como redactor en el Diccionario histórico y fue consejero de Lexicografía electrónica. En el 2002 se le concedió el Premio Lluís Guarner por el conjunto de su obra y por la relevancia de sus estudios acerca de Max Aub.
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Dar cuenta aquí de sus infinitos trabajos de investigación resulta una tarea imposible. Para que se hagan una idea, no sólo se ocupó del teatro medieval, sino también de nuevos narradores como Belén Gopegui. Quizás, en una necesaria síntesis, destacaría sus estudios sobre Valle-Inclán; sobre la prosa del llamado arte nuevo, en especial sus trabajos relacionados con la obra de Ramón Gómez de la Serna; sin olvidar los de literatura fantástica, veneno que compartió con Antón Risco. Tampoco desdeñó jamás la reflexión teórica, que él desarrollaría en torno a la teoría sobre la novela. Y, sin embargo, volcó sus esfuerzos, sobre todo, en la revalorización de la literatura del exilio republicano español, centrándose en la figura de Max Aub, sobre quien escribió su tesis doctoral y mantuvo correspondencia frecuencia, ahora publicada (Max Aub-Ignacio Soldevila Durante. Epistolario: 1954-1972, Biblioteca Valenciana-Fundación Max Aub, Valencia, 2007. Ed. de Javier Lluch). Le gustaba contar los problemas que tuvo en la Complutense con el catedrático Joaquín de Entrambasaguas cuando quiso hacer la tesina sobre Aub. Al final, sólo le permitieron que se ocupara de la obra anterior a la guerra civil. Entre los numerosos estudios que le dedicó, destacaría el libro pionero, La obra narrativa de Max Aub (1929-1969) (Gredos, Madrid, 1973), así como su última gran contribución, El compromiso de la imaginación. Vida y obra de Max Aub (1999; ampliado en la Biblioteca Valenciana, Valencia, 2003). Mantengo con él una deuda pendiente que hasta ahora sólo he podido cumplir a medias: la edición de los dos libros de cuentos de Álvaro Fernández Suárez, autor desconocido que él me descubrió, facilitándome sus raras primeras ediciones, y alentándome a escribir sobre tan insólita obra narrativa breve. A este mismo autor consagró uno de sus últimos trabajos, el prólogo a la excelente novela Hermano perro (Renacimiento, Sevilla, 2006).
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.....Su otra gran dedicación fue la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX, materia a la que contribuyó con tres sólidos volúmenes de imprescindible consulta: Panorama du roman spagnol contemporain (1939-1975) (Université de Montpellier, 1979), en colaboración con Monique Joly y Jean Tena; y La novela desde 1936 (Alhambra, Madrid, 1980), luego actualizado en Historia de la novela española (1936-2000) (Cátedra, Madrid, 2001). Desde que le descubrieron la grave enfermedad que ha acabadado con su vida, un tumor en el páncreas, se propuso que ese inmenso trabajo no quedara truncado, que alguien completara el volumen acercándolo a nuestros días, para lo que encontró la persona ideal en el joven investigador Javier Lluch, a cuya disposición puso todos sus archivos. Coloboró, además, en numerosas revistas académicas y de actualidad, como Papeles de Son Armadans, Ínsula o Quimera (en los años que la dirigí fue colaborador habitual), siendo también crítico literario en diarios como El Sol (un fichaje del gran Longares) y ABC. Ni que decir tiene que se trataba de uno de los más eminentes especialistas en narrativa española de las últimas décadas; no en vano, sin sus trabajos hoy resulta imposible comprenderla en su complejidad, con especial dedicación a autores tan distintos como Francisco Ayala, Camilo José Cela, Juan Marsé, Miguel Espinosa, José María Merino o Alfons Cervera, por sólo citar unos pocos nombres que, según me consta, él apreciaba.
...Durante muchos años, uno de los alicientes a la hora de acudir a una ciudad más o menos lejana, como El Puerto de Santa María o Jerez, a los congresos organizados por las fundaciones consagradas a la obra de Luis Goytisolo o Caballero Bonald, consistía en encontrarme con Ignacio. Fue también invitado frecuente en mi Universidad, la Autónoma de Barcelona, sobre todo a los Seminarios y congresos del activo grupo de investigación sobre el exilio republicano, capitaneado por Manuel Aznar y Juan Rodríguez. Y, a menudo, cuando me surgía alguna duda y no sabía quién podría solventármela, recurría a él, que no tardaba en proporcionarme el dato o la rectificación exacta.......

.....En estos últimos años, cuando conocíamos su enfermedad incurable, un grupo de amigos que lo apreciábamos (Mari Cruz Seoane, Luis López Molina, Javier Quiñones...), nos conjuramos, en cierta forma, para intercambiar noticias sobre su estado de salud, sin molestarlo demasiado. Vivió estos tiempos con una entereza y serenidad extraordinarias, sin acobardarse, manteniendo el sentido del humor, sólo preocupado por el sufrimiento. Solía aducir, al respecto, una frase de Julián Templado, personaje de Campo de sangre: “los hombres no temen a la muerte sino al dolor”. En el último correo que le escribí, en mayo pasado, le contaba que habíamos pensado dedicarle un homenaje en un congreso sobre narrativa española actual que iba a celebrarse durante el próximo mes de junio en Madrid, en la Casa de Velázquez. En su respuesta, tres horas depués, me comentaba que, para entonces, ya sólo podríamos acordarnos “de las galas del difunto”... Concluía la carta con estas palabras: “que la vida te siga dando la buena cara, y que cuando te llegue la hora, sea lo más breve imaginable”..........
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Fue la suya una vida cumplida, de amor y entrega al estudio de la literatura, fiel a sus amigos, ponderado y ecuánime siempre. Su último rasgo de generosidad consistió en legar sus libros, en el 2006, a la Biblioteca Valenciana, donde también se conserva el legado de su maestro Rafael Lapesa. Todos los que hemos dedicado la existencia a la literatura española, escritores e investigadores, lo vamos a echar de menos. Ignacio Soldevila fue un interlocutor imprescindible, le debemos mucho.
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* Publicado en El País, el 22 de septiembre del 2008.
* La foto es de Ansel Adams, 1942.
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2 comentarios:

Javier Quiñones Pozuelo dijo...

Gracias, Fernando, por haber puesto voz al dolor que tantos sentimos ante el adiós definitivo de Ignacio. Fue emocionante leer tu artículo en El País y lo es también releerlo aquí en estas páginas que conforman este blog de tan barojiano título. Quizá no estaría de más recodar que el padre de Ignacio, me lo contó en casa, después de dar cuenta de un suculento asado de cordero regado con una botella de Viña Tondonia, uno de sus vinos preferidos, y mientras dormía con un sosegador movimiento de mano a mi hija Marta que desde la cuna parecía querer interrumpir nuestra conversación, habría que recordar, digo, que el padre de Ignacio fue un jurista represaliado por los vencedores y que pasó, al acabar la contienda incivil, varios meses en la cárcel y que no pudo superar la tristeza de la derrota y falleció apenas un año después de acabada la guerra. Ignacio hablaba siempre de su republicanismo, que le venía, como es natural por vía paterna. Le recuerdo con su abrigo gris sobre los hombros, protegiéndose del frío, siempre le tuvo Ignacio mucho miedo al frío, a pesar de haber pasado media vida en Canadá, del Audiori de la Facultat de Lletres de la Autónoma, escuchando con una infinita paciencia a todos los comunicantes de los congresos del exilio, dando, como siempre, una lección de generosidad.
Gracias, otra vez, Fernando por recordarle.

Fernando Valls dijo...

Muchas gracias, Javier.
Déjame que aclare que el título de la bitácora no proviene de Baroja, sino de Sebastian Brandt, autor medieval alemán, en quien se inspiró Erasmo, para su `Elogio de la locura´, y El Bosco, Durero, hasta el autor de `Camino de perfección´. Cuando cumpla un año el blog, si sigo teniendo fuerzas, contaré esta historia con detenimiento.