martes, 3 de noviembre de 2009

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, y 2

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"La solitaria"
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El barbero tenía días fijos para ir a afeitar a mi abuelo, dos veces por semana de ordinario, y uno de esos días, cada cierto tiempo, llevaba también las tijeras para cortarle el pelo, o cuando tenía que cortármele a mí. En casa se preparaban dos paños blancos: uno como un gran babero, y el otro para secar la cara después del afeitado, y volver a colocar la navaja en el estuche junto a las otras navajas, las piedras de afilar y la vasija con un ribete de goma roja en el que se limpiaba la navaja después de cada pase en la cara, y también las brochas y jabones y un masaje para después del afeitado, sobre todo si había habido que restañar alguna pequeña heridilla.
El caso es que el día del barbero no era como el día en que iba a casa el fotógrafo, pero tampoco era un día ordinario, y se le esperaba por lo menos como al cartero, casi siempre a la última hora de la mañana y coincidía no pocas veces con el reparto de éste que traía el ABC con las fotos de color sepia de siempre, y que, además, ya daba las noticias principales porque él ya le había leído antes de entregarlo, al igual que otros periódicos y revistas, y sabía también que anunciaban aceite de hígado de bacalao, que lo debía de decir por mí y con muy mala intención, o eso decía el señor Sebas.
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A la vez que barbero, el señor Sebas era sacristán y organista, y también ponía películas los domingos, y era en fin una especie de técnico de amplio espectro que arreglaba cualquier cosa o hacía que funcionase una máquina de coser o una aventadora o un reloj. Era, verdaderamente, una especie de genio renacentista, que había hecho el servicio militar en África, y cuando afeitaba en la barbería entre las tres o cuatro cosas que cantaba estaba la terrible copla que decía:
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Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero,
donde van los españoles
a morir como corderos.
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- Y peor que los corderos – decía.
Luego estaba un buen rato hablando y moviendo los labios, por lo tanto, pero sin que se oyera más allá de un bisbiseo, y ni siquiera esto, y luego añadía.
-Aunque, visto lo visto, yo ya no digo nada.
Hacía otro silencio, y todavía decía, dirigiéndose al abuelo:
-Ya ve usted que lo que me pasó a mí por cantar lo que había que cantar en la iglesia, así que en mi vida volveré a mentar a las ánimas del purgatorio.
-¡Ya! ¡Ya! – decía mi abuelo.
Porque lo que había pasado, como bien sabía quien quería saberlo, había sido una coincidencia fatal; y ésta había sido que a don Tomás, el padre del cacique del pueblo de entonces y de muchos años atrás le llamaban “El hereje” por mal nombre, y muchos recordaban que en un tiempo decía lo que decía sobre la religión y todas esas cosas, pero cuando se había muerto a primeros de noviembre, don Telesforo el cura, olvidando, como era su deber, lo que había echado por la boca entonces “El hereje”, había pedido que la gente rezase para que, si había tenido que ir al Purgatorio, saliese pronto; y entonces él, el señor Sebas el sacristán, después de los responsos cantaba una canción que concluía diciendo:
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¡Qué terribles son mis penas!
¡Piedad, cristianos, piedad!
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Pues como si hubiera estallado una bomba. Doña Estefanía, la viuda del difunto don Tomás y sus hijos y nueras salieron disparados de la iglesia y uno de los hijos subió al coro y le dijo al señor Sebastián, haciendo el gesto de que iba a cortarle la cabeza:
-Mi padre estará en el Purgatorio, y se hará lo que se pueda y con el dinero que cueste que salga de allí, pero tú vas a ir al mismo infierno esta noche, y con tu propia navaja harás el viaje.
Y el señor Sebas volvió a repetir una vez más las palabras de la amenaza, que las llevaba clavadas desde entonces.
-Y no sólo se acabaron para mí las ánimas sino también las barbas de los demás – dijo a mi abuelo -. Pero ¿cómo no me voy a acordar y sacarlo en la conversación?
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-¿Y sabes por qué? – preguntaba mi abuelo.
-Porque no lo puedo remediar.
–¡Y sabes por qué no lo puedes remediar? Porque historias verdaderas se te quedan dentro en el ánima, y no terminas de echarlas nunca fuera, como pasa a veces con la solitaria.
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* La foto de Cracovia es de Abel Murcia. El microrrelato es inédito.
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