miércoles, 19 de septiembre de 2012

La Kerkyra azul de Gabriel de Biurrun

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Mi primera visita a la isla fue leyendo, hace unos treinta años, de la mano de Gerald Durrell. Esta vez ha sido de verdad. Dos sueños de golpe. Ganar dinero con un microrrelato y gastármelo en un viaje a Corfú.
Decía Lawrence Durrell que a Kerkyra hay que llegar en barco, desde Italia. Me permito desobedecer, por cuestiones de calendario y de logística familiar. También desde el cielo se aprecia una isla increíble, de vegetación prieta y oscura, de playas eternas y aguas con todos los azules. No deja uno de plantearse, sin embargo, quién limpia las ventanillas de los aviones.
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Laguna de Korission
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Tras encontrar nuestro coche de alquiler, un Skoda tan feo como funcional, que parece un coche fúnebre para difuntos encogidos, nos inyectamos en un tráfico criminal. Apenas media hora de trayecto hasta Messonghi. Los carriles de las carreteras están a veces marcados con unos botones reflectantes esparcidos en el asfalto por un Pulgarcito borracho y demente. Los corfiotas parecen circular con una especie de resignación entre suicida y alevosa, sabiendo que alguien, en algún momento, cometerá un error. Es cuestión de que no te toque.
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El apartamento es lo que parecía en las fotos. Un conjunto de cubos abiertos hacia el mar, con cama y jacuzzi en la terraza, con todo el aire azul que uno pueda absorber. Desde el extremo sur de Messonghi se observa a la izquierda la costa este de la isla, Moraitika, Benitses, y casi la ciudad de Corfú. Al frente, la costa desértica de la Grecia continental, envuelta en una bruma sospechosa.
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Pelekas
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Con una vista así, y con diez días por delante, me da la risa mientras apuro en dos tragos la “Cerveza Helénica más famosa del mundo. Mythos”.
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Visitamos la ciudad de Corfú, rodeada por un caos suburbial que desemboca de pronto en la zona comercial, desde la que se accede a la ciudad vieja. Paseando sin rumbo observamos el Viejo Fuerte, atravesamos calles abarrotadas de tiendas de souvenirs, y nos encontramos junto a la Iglesia de San Spiridion, patrono de la isla. La mitad de los corfiotas se llama Spiro en su honor. Desde fuera apenas puede apreciarse la torre, las paredes lisas, amarillas, las vidrieras en las ventanas. El interior es un espectáculo de madera labrada, arañas de cristal, y un techo increíble con escenas de la vida del santo. Hay gente rezando. Casi todos rezan.
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Interior de la Iglesia de San Spiridion
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Junto al altar, en una pequeña capilla, descansa el sarcófago con los restos momificados del santo, cuyas babuchas besó apasionadamente Margo Durrell. La gente entra en una fila ordenada, se arrodillan, besan cada esquina del sarcófago, apoyan la cabeza. Junto a mí, una joven saca unas tablas de madera labrada con imágenes religiosas. Las apoya en el sarcófago, las besa, las abraza.
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Sacando fotos mientras paseamos, caigo en la cuenta de que el azul se inventó aquí. La luz ofrece unos contrastes que hacen que cualquier esquina te cautive diez minutos.
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Playa de Ermones
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No hay prisa por hacer visitas. El dueño del apartamento nos recomienda varios sitios, must go, must go, this is a go-go...

La playa de Messonghi es de piedras pequeñas. La gente sale del agua haciendo posturas de Tai-chi, descoyuntándose las caderas y los hombros, apretando los dientes por no ladrar. Sólo el primer día. Luego te acostumbras. Cuando el agua te llega a los muslos desaparecen las piedras, y la arena es fina y amable. El agua se mantiene a una temperatura constante, medio amniótica, poblada de peces y de cangrejos ermitaños, de erizos entre las rocas. Estamos a cinco minutos del apartamento. Subimos y bajamos cuando queremos por una estrecha carretera bordeada por casas viejas, envidiables, con embarcadero propio, con unos olivos que harían palidecer al roble más añoso.
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El cielo se ve más blanco desde la playa. El azul se lo come el mar, sin olas, denso y cómodo. Bucear, seleccionar cientos de piedras de la orilla, caracolas enrevesadas.
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Fortaleza antigua de Corfú
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El Monte Pantokrator es el más alto de la isla. Situado al noreste, a poca distancia de Albania, desde su cumbre se ve la isla entera. La subida en coche es larga y entretenida. Nadie se marea. El paisaje playero da paso a una atmósfera fresca de olivares en terrazas, de sombras difusas y luces filtradas. Más arriba, ya sin olivos, los cipreses oscurecen las curvas de la carreteras. Sombras densas, frescas. Y más arriba, brezos y piedras; calvas, heridas, atravesadas por una población insultante de antenas, repetidores, parabólicas, torres que zumban. Y no hay wifi.
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Allí arriba hay una capilla, un pequeño museo, y unas ganas tremendas de subirse a un árbol para tener una vista circular de toda la isla, de Albania, de Italia si el día está claro. No es tan alto, novecientos metros; pero la isla no es tan grande, y espiarla así, desde lo alto, cada playa, cada barco, los pueblos a vista de pájaro, es una especie de lujo barato. Las vistas al bajar son espectaculares, nos detenemos en Spartilas, para comer los bocadillos en un olivar, fresco, tapizado por las mallas con que recogerán las olivas.
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Más playa, esta vez Issos Beach, a diez minutos de casa, pero al otro lado de la isla, en la costa oeste. Kilómetros de arena y dunas. Las olas son de verdad. Y el sol. Hemos ido a pasar el día y alquilamos una sombrilla con tumbonas, mesa y cenicero. La parte organizada de la playa tiene un bar neo-hippie, con cojines por el suelo, y gente extraña bebiendo daikiris y café con pajita en copas de plástico. Hacia el norte, sin embargo, las parejas, la gente haciendo footing, nudistas anónimos y paseantes, se reparten cientos de metros de playa por cabeza. Respetan la distancia, la intimidad, las ganas de no oír a nadie. Un café con hielo, “ah, espresso freddo”, dos cincuenta, la madre que te parió, neo-hippie. Menos mal que soy feliz.
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En Ermones
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Más playa, junto al apartamento. Camisetas y after-sun porque nos hemos quemado los hombros. Callejeando por Messonghi descubrimos los grandes hoteles, llenos de ingleses y alemanes bailando la conga bajo las órdenes de una pequeña orquesta. Encontramos que la parte antigua del pueblo parece ser sólo el portal de una casa que aloja dos piedras de molino. Compramos el pan en un pequeño supermercado de la calle principal de Messonghi. Hablan todos los idiomas. Tienen conversaciones con todos los turistas. Hablan, de verdad, los idiomas. Al ir a pagar, dan caramelos a los niños, y un vasito con una mezcla de ouzo y zumo para los mayores. Todos los días, a todas horas. Dan ganas de hacer la compra a plazos, para beber, para brindar con el cajero al ritmo de un alargado kalimera, kalispera, buenos días, buenas tardes.
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Nos han recomendado ir a Pelekas, pueblo antiguo, que se ha mantenido muy tradicional; sea lo que sea lo que eso signifique. De camino, atravesando el interior de la isla, se sube parte del monte Agios Matthaios, desde el que se ve la costa de Pentati, un islote, otra vez toda la gama de azules; el sol de cara, que ciega y colorea de verde algunas sombras. La carretera rodea Pelekas, y nos lleva directamente al Trono del Kaiser. Desde allí, en lo más alto, el Kaiser Guillermo oteaba la isla a sus pies, tarareando, supongo, haciendo tiempo para ver el atardecer a su espalda. El sol minúsculo acunado en una nube horizontal.
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Paseamos luego por el laberinto de Pelekas, con calles estrechas, en cuesta, con escaleras, vueltas y callejones con escalones encalados, esquinas encaladas, como si hubiera habido una caprichosa nevada geométrica. De vuelta al coche nos detenemos a ver el sol sumergirse en el mar. Íñigo ve el rayo verde. Un poco.
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Atardecer azul en Messonghi
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Soñaba con alquilar un bote. Pasar un día en mi propio Bootle-Bumtrinket. No es fácil. Al final encuentro en Benitses un tipo que alquila pequeñas barcas a motor. Hablamos del precio. Se regatea él solo hasta que puedo intervenir. No es tanto, es un día, sólo una vez.
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El domingo nos saca Fanis del puerto y salta en la playa. No problem, no problem, good day. Y se va cabalgando en unos pies descalzos que parecen bogavantes. Bordeamos la costa de Benitses hacia el sur, Tsanis, Moraitika, Messonghi. Vamos hacia las playas azules de Petriti. Pagaría un dineral por ver delfines.
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Me sale gratis.
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De repente veo algo negro que sale del agua. Pienso que es una gaviota que se ha posado. No digo nada y me acerco. Ahí están. No sé si son dos o tres. Aviso a Irantzu. Ella avisa a Íñigo e Itsaso. Enmudecemos. Me acerco más y apago el motor. Nos da tiempo a ver sus lomos entrar y salir, cosiendo el agua sin ruido. Me sabe a poco, aunque recapacito y concluyo que el hombre hace lo que puede para acercarse, y, a veces –ahora– la naturaleza hace lo que quiere para alejarse.
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Entre avispas y pesca infructuosa, terminamos la jornada acalorados, sudorosos y medio deshidratados. No hay quien beba la mejor cerveza Helénica caliente.
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Más playa en Messonghi. Contamos diez, doce tipos de peces distintos. Sobrevolamos las algas. Pasamos una hora buscando la linterna de Aristóteles entre los esqueletos de erizo. Y encontramos cohombros de mar, más ermitaños verdosos y rojizos, que sacuden un latigazo dentro de casa para dar la vuelta a la concha.
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Calles de Corfú
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Desde el apartamento, a pesar de cuatro cables que raspan el horizonte, se disfrutan unos atardeceres cálidos, antes de que las avispas den paso a los mosquitos. Una especie de auroras boreales al sur, que preceden a la salida de la luna, que deja un rastro de linterna en el agua quieta.
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Paleokastritsa es la zona más turística de la isla. Cinco bahías consecutivas cinceladas, con playas arrancadas al acantilado, como prestadas a lo salvaje. Hay cuevas y pequeñas calas, y cientos de barcos pequeños, decenas de barcos grandes.
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Antes de llegar a Paleokastritsa nos hemos detenido en Ermones, donde Ulises hizo su última parada en el viaje a Ítaca. La playa es pequeña y luminosa, plagada de rocas. Parece que hay más hoteles que gente. Paradojas inmobiliarias.
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Paleokastritsa es un sitio extraño. Estás pero no has llegado. No hay un núcleo claro, sino más bien un cordón de bares y hoteles que se han apropiado de lo que debería haber sido un paseo con vistas. Los acantilados alojan casas blancas ancladas, temerarias; bares con terrazas y escaleras suicidas hacia las calas casi desiertas. No sé qué idea tienen aquí de aglomeración. Ahí queda Salou.
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Acantilado en Paleokastritsa
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Dejamos el coche en la última bahía, con una cala circular. Nos sentamos en una terraza donde un Spiro inmenso nos palmea los hombros, nos mima con agua, cerveza, vino blanco y unos helados hidrocefálicos que se derriten al ritmo vertiginoso con que el sol vuelve a hundirse, esta vez más cerca. Amo a este hombre, que representa el espíritu corfiota de amabilidad con una sonrisa de ciento cincuenta kilos, mientras disfruta viendo cómo nos reímos del atardecer, de una nube descafeinada que lleva ahí dos días, sin dar sombra, sin atreverse a intentar nada.
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No hemos visto las islas de Paxos y Antipaxos, ni la bahía de Kalami, ni tortugas en los olivares, ni lirones persiguiéndose a la luz de la luna. Me da igual. Me voy, nos vamos, con una nueva concepción del color, de la luz, de disfrutarnos en familia, de reír por puro placer.
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* Os recuerdo que podéis mandarme vuestras crónicas de viajes. Publicaré encantado aquellas que me gusten.
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10 comentarios:

AGUS dijo...

Una crónica magnífica. Y qué más se puede pedir que viajar a un lugar y traerse un color.

Un placer, siempre, leer a Gabriel. Gracias, Fernando.

Abrazos.

Susana Camps dijo...

Qué maravilla, cómo he disfrutado. Es un gustazo compartir tu forma de mirar, y sobre todo tu sentido del humor... ¡no te lo quedes nunca!

A partir de la frase "ganar dinero con un microrrelato y gastármelo en un viaje a Corfú" te has convertido en mi héroe. Espléndida conversión.

Abrazos a cronista y anfitrión.

Javier Ximens dijo...

Gracias, Gabriel, por compartir con nosotros tu premio. Envidiamedas.

Paz Monserrat Revillo dijo...

Aighhh! ¡Corfú! Yo también me crié leyendo "Mi familia y otros animales"( ¿todos los que después estudiamos biología?).Después de leer esta magnífica crónica no me extraña que la matrona de los Durrell y sus variopintos hijos se instalaran en ese lugar durante esos interminables veranos.Dan ganas de ir.Escribiremos más microrrelatos,a ver si tenemos tu suerte¡Enhorabuena!

Paloma Hidalgo dijo...

Hiciste bien en materializar el premio en recuerdos. Esos, si sólo son la mitad de la cuarta parte de lo que has escrito-con tanto tino- aquí, valen lo que no está en los escritos.

Felicidades

Pedro Herrero dijo...

Te alabo el gusto y la sensibilidad, Gabriel. Mi visita a Corfú fue mucho más breve y masificada, con tiempo apenas para subir al Palacio de Achillion y enamorarme de la terraza de las musas. También tuve tiempo de vagar por las calles atestadas de gente en el enclave comercial de la isla. Enumerar los motivos por los que debería volver es un tópico innecesario. Felicidades por la crónica. Y aunque sea con un descarado retraso, por el magnífico premio que la ha hecho posible.

Camila dijo...

Me encanta saber acerca de distintos lugares para conocer y recorrer y me divierte ir a de vacaciones a lugares paradisiacos. En este momento estoy alquilando un departamento en
buenos aires
para poder ahorrar dinero asi puede lograr ir a un sitio como este y compartir con mi familia

Rosana Alonso dijo...

Gracias Gab, es como haber estado un poco allí y para los que no hemos salido este año otra manera de hacerlo.
Me gustan muchas de las imágenes, los delfines cosiendo el agua, la luna como linterna, los pies...

Me alegra que compartas este viaje tan íntimo con los tuyos.

Saludos per tutti

Arte Pun dijo...

Genial crónica Gabriel.

Aún no me puedo creer que toda esa explosión de color y sentidos haya salido -monetariamente- de un microrrelato. Como dice Susana, enmarcaré una foto tuya con tu permiso, la colgaré cerca y te pondré dos velas, eres mi héroe más actual.

Creo que ya no iré a Corfú, me quedo con tu crónica, no quisiera enturbiarla. Gracias.

Abrazos

puri.menaya dijo...

Gabriel, he vuelto a la isla de G. Durrel con placer y a reencontrarme con esos impresionantes olivos que también descubrí en Zakinthos (una de las primas de Kerkyra). Tengo pendiente desde hace años ir a Corfú, pero contigo lo he hecho sin salir de casa.
Enhorabuena por el premio y por la estupenda inversión que has hecho con él. Besos