domingo, 31 de agosto de 2014

Visita a Peterhof

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El Jardín Superior es un extenso parque de estilo francés que incluye estanques, fuentes, esculturas, paseos de arcos con enredaderas, pérgolas y cuadros de flores.
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La Cascada Grande.

El Parque Inferior.






El canal Marítimo divide el parque en dos partes, este y oeste, y llega hasta el golfo de Finlandia.

Palacio Grande


La fuente de Eva fue inaugurada en 1726. Hay otra similar presidida por Adán. Simbolizan el matrimonio entre Pedro I y Catalina I. Ambas aparecen rodeadas por glorietas enrejadas.

Faro frente al mar Báltico.

Paseo Berceau

La fuente del Sol fue edificada en 1723, según un proyecto de Michetti. Por disposición de Pedro I fue rehecha varias veces. En 1775, Velten convirtió el surtidor en un poste giratorio. Los chorros de agua de la fuente semejan los rayos del sol, de ahí su nombre. 



Fuentes romanas. Las dos tazas se conservan desde 1739.
Esta es una de las dos `fuentes sorpresa´ del parque. Esta idea de Pedro I fue imitada en otros paises, siendo muy popular en la corte de Luis XIV. Esta fuente se llama del Paraguas y fue edificada en 1796 en el jardín de Monplaisir, según proyecto del arquitecto Broker. 

Fuente del Tritón, en la que aparece desgarrando las fauces de un monstruo marino en el jardín del Invernadero. Simbolizaba la joven flota rusa que infligió una derrota a la escuadra sueca en 1714. Al fondo se ve el edificio que en la actualidad hace de restaurante. En los días de sol es muy recomendable comer en la terraza, aunque el servicio no es precisamente amable. 


El monumento a Pedro I data de 1884 y fue erigido según proyecto del escultor Antokolski. El pedestal es de granito. El monarca mira en dirección al mar, hacia la nueva capital por él fundada, San Petersburgo.



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La fuente de Neptuno, de 1721, es una  de las mejores obras del Barroco europeo del siglo XVII. Consta de 29 estatuas y bajorrelieves. Fue fundida en Alemania no más tarde de 1660 por Chistoph Ritter y Georg Schweigger.

* El palacio de Peterhof está situado a unos 30 km. de San Petersburgo y fue construido por Pedro el Grande, aunque sus descendientes seguieron ampliándolo. Sus equivalentes más conocidos serían Versalles o Sansoucci. Empezó construyéndose una cabaña, despues una villa, Monplaisir, con vistas al mar, a la que fueron sumándose el resto de los edificios, jardines y fuentes. Tras la Segunda Guerra Mundial, el conjunto quedó casi en ruinas, aunque pudieron protegerse a tiempo los cuadros, las lámparas y el mobiliario, por lo que se conservan los originales. Cuando a Hitler se le ocurrió realizar una gran fiesta en sus jardines, Stalin se le anticipó y durante el invierno de 1941-1942 estuvo bombardeando el lugar. El conjunto está formado por numerosos palacios cuya visita hay que ir pagando de uno en uno, y como las entradas no son baratas, puede resultar ruinoso. Lo más sensato, por tanto, es recorrer los hermosos jardines y elegir los palacios y museos que se prefiera visitar. La atracción principal posiblemente sea la Gran Cascada, compuesta por unas 140 fuentes que parece ser que diseñó el mismo Pedro el Grande, para celebrar la victoria de Rusia en la llamada Guerra del Norte, contra Suecia. Si uno viaja a San Petersburgo creo que resulta de visita obligada.
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** Las fotos son de Gemma Pellicer.
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viernes, 29 de agosto de 2014

Tantos Vallcorbas

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Entre los grandes editores españoles de las últimas décadas, quizás el más atípico haya sido Jaume Vallcorba (Tarragona, 1949-Barcelona, 2014), tanto en lo personal como en lo académico y profesional. No en vano, fue Santiago y firmó VallcorbaPlana (todo junto). Pero despegó más actividades, como un temprano taller de serigrafía, Aiguadevidre. Se dio a conocer como poeta prometedor, aunque al fin y a la postre destacara como ensayista, investigador y editor de clásicos. La verdad es que lo conocí más bien poco, solo en encuentros esporádicos o intercambiando correos, a pesar de que coincidimos en un curso de doctorado que Francisco Rico impartía en su despacho, quien le mostraba afecto a pesar de lo poco que frecuentaba las clases. En la Autónoma de Barcelona se doctoró, fue lector en Burdeos (donde fundó la revista 4taxis que circulaba más entre los artistas que entre las gentes de la literatura) y profesor en diversas universidades catalanas, hasta que en el 2004 dejó la enseñanza para dedicarse solo a la edición. Pero mucho antes de todo eso coqueteó en Barcelona con los movimientos contraculturales.
            
A su sólida formación académica, y su estrecha amistad con Riquer, pues se convirtió en el editor de todos sus libros a partir de los ochenta, se unió una curiosidad siempre insatisfecha y un deseo por editar las grandes obras de la tradición occidental. Producto de todo ello fueron sus estudios sobre los trovadores, la Chanson de Roland, el Noucentisme o las ediciones de las obras de Josep Maria Junoy y J.V. Foix.

           

Volví a coincidir con él porque en 1983 diseñó mi primer libro que editó Antoni Bosch. Puso en la cubierta un cuadro de David Hockney, entonces muy poco conocido entre nosotros. Unos años antes, en 1979, había fundado la editorial Quaderns Crema (el nombre es un homenaje a los colores de los cuadernos que utilizaba Wittgenstein), donde editó tanto a autores consagrados o en vías de serlo (Ausiàs March, D´Ors, Carner, Trabal o Joan Ferraté), como a jóvenes que entonces iniciaban su trayectoria (Quim Monzó, Valentí Puig, Ramon Solsona, Sergi Pàmies, Ferrant Torrent o Empar Moliner), convirtiéndola en una editorial fundamental para la cultura y la literatura catalana. Mi única colaboración editorial con él fue el encargo de un prólogo, me imagino que por sugerencia del escritor, para una obra de Juan Perucho, Un silencio olvidado (Poesía, 1943-1947), publicada en 1995.
            
Después, en 1987, fundó Sirmio para editar obras en castellano, tanto ficción como ensayos y estudios, y allí aparecieron los primeros libros de Javier Cercas, la reedición de Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta, la poesía de Fonollosa, además de volúmenes de Riquer y Claudio Guillén, y otros autores que luego rescataría con más éxito en Acantilado. En realidad, entre una y otra se aprecia una absoluta continuidad, y solo se diferencian por el diseño y los cambios de gustos de los lectores.
            

Esa postrera gran aventura empezó en 1999, dando vida a libros clásicos y modernos, de creación y ensayo. Entre los primeros, solo cito unos pocos, nos encontramos con obras de Dante, Rabelais, Montaigne, Goethe o Tolstoi. Pero también a reputados narradores del siglo XX, que él popularizó, sobre todo centroeuropeos, como Stefan Zweig, el de mayor éxito, Josep Roth, Arthur Schnitzler, o el más actual Inre Kertész, cuyos derechos perdió por falta de generosidad. Y donde fracasó Tusquets, en la edición de las obras de Simenon, en cuidadas traducciones, se empeñó Vallcorba, poniendo de nuevo en el mercado aquellas versiones. También apostó por autores más jóvenes, editó la poesía de Roberto Bolaño y la de Andrés Neuman, o la narrativa de Berta Vias Mahou, junto a obras de diversos géneros de los más veteranos Rafael Argullol y Juan Antonio Masoliver Ródenas.
            
Pero si tuviera que escoger mis preferidos en estos últimos años, han sido los libros y traducciones de Rosa Sala Rose (impagable su Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo y su ed. de las Conversaciones con Goethe, de J.P. Eckermann) y Ramón Andrés, y los ensayos de Mario Praz, Marc Fumaroli, Antoine de Compagnon y, desde luego, los libros de microrrelatos de Alfred Polgar, Heimito von Doderer y Slavomir Mrozek, todos ellos comprados a tocateja, porque entre las muchas virtudes que tuvo como editor no destacaba precisamente la atención a la crítica. En cambio, editaba unos hermosos libros, de pulcro diseño y tipografía, en cuidadas traducciones.
 

           
Tras premiar su labor en Madrid y México, la Generalitat de Cataluña ha tenido que esperar a que tuviera los días contados para reconocer su labor, quizá porque no fue un patriota aspaventoso y fanático, como recordaba en su modélica necrológica Jordi Llovet.  

¿Qué pasará con Acantilado, quién se hará cargo de ella? ¿Existe, acaso, una personalidad semejante a la de su fundador que pueda mantener su atractiva línea editorial?
                         

martes, 26 de agosto de 2014

¡Viva Erasmo!

 



* Esta viñeta apareció en El País, el 1 de agosto del 2014.

domingo, 24 de agosto de 2014

La fortaleza de San Pedro y San Pablo, de San Petersburgo

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El bastión Narishkin desde el embarcadero del Comandante, junto al río Neva.
Casa del Comandante. Detrás se aprecia parte del bastión Narishkin, el central de los tres que dan al Neva.
Monumento a Pedro I, el Grande, obra en bronce de M. Shemiakin.
La leyenda dice que quien toque el dedo índice del zar verá cumplidos sus deseos, de ahí el interés de los turistas japoneses...
La catedral de San Pedro y San Pablo tiene forma de barco.
En 1720 se montó en el campanario un carillón.
Entre 1865-1867 las placas funerarias de la catedral fueron reemplazadas por otras de mármol blanco.
En primer lugar, la tumba de Pedro I.
Detrás de la catedral, destaca el panteón de los grandes príncipes, construido 200 años después en estilo barroco.
Interior de la catedral.
Tumba de la emperatriz María Alexandróvna. 
Púlpito
Detalle del techo de la catedral.
Icono de la Virgen María con el niño.
Vista del bastión central. 
La Casa de la Moneda, una de las empresas industriales más antiguas de la ciudad.
Vista de San Petersburgo desde el embarcadero del Comandante.
Árbol genealógico de los zares 
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 * Las fotos son de Gemma Pellicer...

viernes, 22 de agosto de 2014

`Los posos de las civilizaciones´, por Lola Sanabria

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Al igual que la palabra azúcar evoca el dulzor en la lengua, en el momento en que mi dedo índice señaló Sicilia en el mapa, convocó a Alain Delon girando con Claudia Cardinale en un grandioso salón donde los encajes de los vestidos de las señoras se reflejaban en espejos ricamente enmarcados en dorado. Viajé a la isla con el vals dentro de mi cabeza. A través de la ventanilla del avión contemplé el cielo con las avenidas azules bordeadas de nieve, y un invierno imposible y fugaz llegó de repente barriendo las imágenes de la película siciliana.
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Sicilia es mar, volcanes que avisan cuando van a entrar en erupción y los caminos de lava bajan lentos con un ruido de cristal roto que engulle lo que se deja al paso de la naturaleza desbordada; volcanes sumergidos que explosionan y sepultan con olas gigantes lo que encuentran en su camino; y Strómboli, imponente y amenazador en aquella claustrofóbica película que protagonizó Ingrid Bergman. Sicilia preside, con sus tres piernas flexionadas, la cabeza de medusa y sus espigas, los senderos de la memoria donde se alzan soberbias sus iglesias normandas y bizantinas sobre el esplendor árabe, destruidas sus mezquitas; los pueblos borrachos de sol y callejuelas de casas encaladas; sus edificios barrocos; la leyenda del rapto de Plutón a Proserpina; la mafia y el juez Falcone; los anfiteatros, la grandiosidad orgullosa de los templos griegos, señores de colinas y atalayas de mares, y la majestuosidad de los teatros inmensos donde las representaciones se sucedían una tras otra durante toda la tarde. Y crees que una civilización que amaba el arte no podía enseñar la cara de la crueldad más allá de las guerras con los fenicios por el control del territorio. Pero la mostró.
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La Oreja de Dionisio es una herida abierta en la piedra. Un grito mudo, aunque el canto infantil o el solo de cualquier turista consiguen la resonancia de la voz multiplicada y engrandecida por la piedra que arrancaron los esclavos cartagineses al servicio de sus captores. Queda ahí, como testigo de unos seres humanos que trabajaban en las canteras, bajo techo de piedra, ciegos por la falta de luz y el polvo, hacinados y con el alimento y el agua que les daba para sobrevivir unos años antes de morir y quedar abandonados en el mismo lugar donde vivían, sin derecho a enterramiento. Y hay en el interior de la oreja de asno como la llamó Caravaggio en referencia a Dionisio, una oquedad, como ventanuco por donde dicen que el tirano espiaba a sus esclavos para estar al tanto de posibles rebeliones o intentos de fuga. Y están los huecos donde debieron introducir las maderas para romper la piedra. Y existen otras huellas en la pared que no han sabido descifrar para qué eran, tal vez una escalera a la vida sin ataduras. Entonces los escuchas. Oyes sus lamentos, sus gritos, sus ansias de vivir o morir libres. Si quieres. Porque cuando vas como turista muchas veces te colocas las orejeras y el antifaz con filtros y sólo pasa lo amable, lo divertido, en todo caso el horror lejano y cubierto por capas de distancia emocional. Porque eso ya pasó, porque no ocurre ahora. Y olvidas genocidios cercanos. No es lo mismo, dices. Sacudes la cabeza como quien se quita un mechón rebelde de pelo de la cara y sales a la luz amarilla machacada por el canto sin tregua de las chicharras.


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Al día siguiente una chica entró en el comedor a desayunar con los ojos hinchados y el aspecto cansado de quien no ha dormido bien. Toda la noche soñando con esclavos. Toda la noche, repetía. Y yo no era uno de ellos. Pero los veía, pero escuchaba los golpes en la piedra, terminó antes de buscar el café y la leche, antes de dulcificar con un sobre de azúcar la pesadilla.
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Al hacer repaso del viaje en el aeropuerto, Lampedusa me devolvió a Alain Delon, guapo a pesar de la cinta negra cubriéndole el ojo, bailando con Claudia Cardinale en El gatopardo, y con esta imagen subí al avión. Antes de despegar, recordé la solidaridad de “Señorita solitaria”, la más joven del grupo, con una de las mujeres de más edad, frágil y torpe en el andar, cómo le prestaba su brazo en los desplazamientos, cómo cuidó todo el tiempo de ella, y cerré los párpados y vi una mano que ofrecía a un esclavo un cuenco de agua, y seguí la línea del brazo y remonté el hombro hasta llegar a la curva suave del cuello, y más arriba descubrí la ternura en el rostro de una joven griega, y pensé que seguramente habría existido esa ayuda anónima hacia los más débiles; porque las civilizaciones se mueven hacia adelante, hacia el respeto a la vida, que asegura nuestra permanencia en la Tierra. Y desde la distancia que convertía Sicilia en una placa marrón en medio del azul inmenso, saludé con la mano y me despedí con una sonrisa de la isla.
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miércoles, 20 de agosto de 2014

`La Autoridad´, por Lola Sanabria


Si vas a Cantabria, no puedes dejar de pasarte por Santoña. Recorres el paseo marítimo, pasas por alto el monumento-horror al que voló por los aires y vas derecha a por las anchoas. Después de llenar una bolsa con las especialidades de la casa, te entrará el hambre, o no, da igual, se trata de cenar cositas típicas del lugar. Te indican el restaurante de la Emilia (otro monumento, en esta ocasión a la anchoa), y allí te diriges. Ves a la señora en un cartelón, ves los chuletones, las rodajas de bonito y las sardinas haciéndose en una barbacoa montada en el exterior, hueles la mezcla de aromas, te empapas el pelo y la ropa de humo y ahí ya matarías por las viandas hechas a la brasa.

 

 
Cumplidas nuestras expectativas, satisfechos y felices de la vida, volvíamos a Isla mi señor y yo, él conduciendo, yo de paquete, cuando se equivocó y tiró para Noja. Enseguida se dio cuenta y cruzó la carretera, entró en un callejón y reculó para retomar la dirección correcta. Al pasar por una rotonda, pareció que no respetaba un ceda el paso y el paquete dijo: “Ten cuidado”. Fue decirlo y oírse y verse una sirena azulada a nuestra espalda. Mi esposo detuvo el coche en el arcén. Y en eso apareció la cara desencajada de una autoridad, autoridad, en la ventanilla. “¿No ha visto que le hacíamos señales con la linterna?”, gritó desaforado. “No he visto nada, señor agente”, contestó mi esposo. Ahí ya me hice carne y dejé mi condición de paquete. “Yo tampoco”, intervine. Y el de verde oliva que se coloca en el cristal del limpiaparabrisas y nos hace una demostración impresionante de cómo se abre y cierra la luz de una linterna. Y otra vez la misma pregunta. Y nosotros que no hemos visto nada. Entonces La Autoridad dice que el conductor ha cometido una infracción al echar marcha atrás en el arcén. Mi santo le explica lo de la equivocación y él le pregunta si ha bebido. Y mi santo que no. A mí me dan ganas de decirle: “¡Cálmese, joven, que le va a dar algo!”, pero me muerdo la lengua por si la multa. “Comprenderá que resulte sospechoso que dé la vuelta sin atender a nuestras señales”, sigue el guardia civil con el mismo tono desquiciado.  Y otra vez que si ha bebido. “No señor, no he bebido. Íbamos para Isla, sabe usted, y me equivoqué... “, vuelve mi marido a repetir la historia. “¿Cómo que no has bebido, y la botella de Rioja que te acabas de meter entre pecho y espalda, qué? Hágale la prueba del alcohol, señor agente, ya verá, ya verá”, me dan ganas de decir, pero no está el horno para bollos mucho menos para chistes.
    
Después de repetir las mismas preguntas y no concretar de qué éramos sospechosos, el Número se fue calmando él solito y nos perdonó la multa (más bien parecía que era la vida lo que nos perdonaba) y nos ordenó continuar. Sólo faltó que nos hubiera apuntado con una metralleta para que la aventura hubiese sido tope de estimulante. Subidón de adrenalina. Tal vez en otra ocasión.


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* Lola Sanabria mantiene una bitácora que lleva su nombre: http://lolasanabria.blogspot.de/
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lunes, 18 de agosto de 2014

`Sombreros´, por Paz Monserrat Revillo


Temprano, cuando las calles huelen a musgo y la calzada parece la piel cuarteada de un elefante, me introduzco en el barrio antiguo como quien entra en un mapa. 
 
Muchas tiendas todavía se ocultan tras las persianas metálicas. Una ligera brisa lame las paredes rugosas de los callejones. A medida que me desplazo, la luz va dibujando tímidas líneas oblicuas en algunas esquinas. El barrio se despereza. Librerías de viejo se codean con cafeterías modernas y estrechas. La tienda de reliquias exhibe sus santos de escayola y sus muñecas antiguas muy cerca de los pendientes de colores del local vecino. Una sobredosis de aromas procedente de una exclusiva boutique de jabones precede a una pastelería que- aunque se llama Caelum- muestra unos cruasanes de plástico tras sus cortinas. La gente transita por la calle como figurantes en un decorado de cartón-piedra.

 
 
Pero yo tengo una misión. Busco aquella tienda que vi la última vez. Fundada a principios del Siglo XX, la sombrerería posee esa atmósfera polvorienta propia de lo que no cambia. El sombrerero parece haber envejecido al mismo ritmo que el establecimiento. Meticuloso y nostálgico de aquellos tiempos en los que un buen sombrero hongo imprimía clase a quien lo llevaba, se destiñe esperando un cliente. Ordena los nuevos complementos que ha tenido que adquirir, resignado, para ampliar su repertorio: pañuelos de caballero, corbatas y boinas. Necesito volver a ver a ese hombre situado tras el mostrador y a la vez tan fuera del tiempo. Pero parece que he perdido la brújula y sigo atascada en el presente: una pareja de hombres se besan aparentando naturalidad pero a la vez comprobando si son observados, un perro advierte a quien corresponda que esa farola es sólo suya, el aire huele a salitre y a orines. Una colada de claridad empieza a derramarse con decisión sobre las callejuelas  por las que avanzo. Voy doblando esquinas que primero prometen y enseguida decepcionan.
 
 
Sigo buscando. Paladeo la imagen que me obsesiona. Sombreros, que te protegen del sol. Sombreros, que te convierten en alguien más alto y más elegante. Anacrónicos como un reloj de cuerda. Decadentes como esa tienda que no consigo encontrar. O quizás la palabra se refiera a otra cosa. Tal vez alude a los hacedores de sombras. Entretanto, se completa la mañana y me tengo que ir. Intento salir de esa región del mapa bañada ahora por diáfanos surcos de luz vertical. Me imagino a mí misma observada por dos maestros titiriteros que manipulan un etéreo teatro de sombras chinescas. Dos gigantes ociosos que, desde arriba, se entretienen cambiando las fronteras sobre la cuadrícula de la Ciudad Vieja. Son los “Sombreros”, que juegan con sus espejos y tiran con habilidad de los hilos de luz,  trazando líneas con ellos. Que fabrican siluetas, las sueltan y después observan su trayectoria. Levanto la cabeza. Sonrío sin conocer el motivo. Y entonces, aunque no he localizado esa sombrerería que juraría haber visto en mi anterior incursión en el barrio gótico de Barcelona, salgo del laberinto de callejuelas aliviada y fresca como si emergiera de un sueño.