domingo, 23 de noviembre de 2014

Sobre `El balcón en invierno´, de Luis Landero

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EL JOVEN TROLERO
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Arranca este libro de Luis Landero, El balcón en invierno (Tusquets, Barcelona, 2014), con las cuitas de un narrador, que pronto identificamos con el autor, sobre la crisis que vive la literatura, no por falta de calidad, sino de lectores; acerca de sus dudas e inseguridades en el momento de iniciar una nueva obra. Semejantes cavilaciones surgen al darse cuenta de que no puede limitarse a narrar sus orígenes familiares, los episodios relevantes de su existencia, desde la estricta ficción convirtiéndolos en otra novela más con sus tecniquerías, tal y como reconoce en el capítulo primero, fechado en septiembre del 2013, “No más novelas”. Decide, por ello, contar los hechos con más sinceridad y devoción (en palabras del autor), con menos trucos retóricos. Así pues, se vale de los recuerdos, del material propio de la autobiografía, aunque utilizando también los mecanismos habituales de la novela, su forma y procedimientos, para barajar el tiempo a su gusto, como si su existencia hubiera sido una ficción, retratándose por tanto como un personaje novelesco, con el fin de convertir sin artificios innecesarios unas vidas sencillas en materia novelable.
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Cuando el lector comience el segundo capítulo no podrá evitar preguntarse quién cuenta, o si la voz del autor y la del narrador se superponen entre sí. El caso es que estamos en 1964, en el momento en que muere el padre del narrador, cuando este solo tenía 16 años. Desde la madurez del presente, empieza a relatar su vida con una cierta distancia e ironía, pues en el capítulo 17 se dirige en segunda persona a aquel joven que fue. Lo que cuenta, por una parte, es la historia familiar: la llegada a Madrid en 1960 de unos emigrantes extremeños; el largo viaje que los lleva del campo al pueblo, y del pueblo a la capital del país acarreando consigo el mundo rural; cómo empiezan a ganarse la vida; la apabullante figura del padre y de la madre abnegada, tan distintos; y la del primo hermano Paco, luego también cuñado, un inventor que tocaba la guitarra pero soñaba con ser torero, el Dédalo del joven Ícaro que era el protagonista, quienes acabarán transitando caminos muy diferentes. En todo ello subyace una visión de la postguerra española, un homenaje a las generaciones que más sufrieron.
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Por otra parte, narra cómo un chico acaba desempeñando diversos oficios modestos antes de jurar ante el cadáver de su padre, el episodio central de la vida del protagonista fue esa muerte (pp. 88 y 90), que llegaría a ser un hombre de provecho (p. 68), convirtiéndose con el paso del tiempo en estudiante, poeta y guitarrista, a pesar de tener en contra tanto las condiciones sociales como las familiares. Aunque, eso sí, había destacado ya en su familia como trolero, tal y como le reprocha su madre en varias ocasiones  (pp. 28, 60, 77), quizá porque los atractivos de la ficción se impusieron fácilmente a una realidad paupérrima, degradada. No parece, por tanto, que haya diferencia alguna entre el escritor que nos muestra sus dudas y el adulto que recuerda un pasado que esta vez, sin apenas filtros, podemos identificar con el del autor.
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El título alude precisamente al mirador de la vejez, del invierno de la vida (p. 133). En las fotos de la cubierta y la contra aparece Luis Landero con 17 años, junto a su abuela Francisca, Frasca, última depositaria de esa cultura o experiencia campesina de la que habla John Berger, maestra en el arte del relato oral. El libro se compone de 18 capítulos datados entre 1925 y el 2014, pero los dieciséis restantes se ocupan de lo que ocurrió en diversas fechas, aunque el año clave resulte ser 1959, pues seis capítulos están fechados entonces, cuando el autor tenía solo 11 años. De todo lo que aquí se cuenta destacaría la experiencia del viaje, en el capítulo 12; todo el extraordinario capítulo 14; y la atinada descripción del canon que se hace en el 15; pero también el relato de su educación literaria, las lecturas intuitivas de un joven de postguerra (p. 124), y sentimental, eso que denomina las sucias canciones románticas, la basura melódica que nos envenenaba (p. 83), “la música tramposa y fatal del amor” (p. 114). Algunas de las historias que se nos narran ya las conocíamos por otros libros del autor, como Entre líneas: el cuento o la vida (1996 y 2001) y El guitarrista (2002). No menos llaman la atención unos cuantos conceptos singulares, rastreables en sus anteriores ficciones: el bichero de la calle (p. 26), la gente gorda, el dinero chico y el grande (p. 97), el afán (pp. 20, 148, 210, 234 y 244), el jeito (pp. 34 y 238), las lumbres altas y las lumbres bajas (p. 163) o los momentos estelares de las novelas.
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Al final, el protagonista le confiesa a su madre que está escribiendo un libro sobre “la vida de todos nosotros”, en el que cuanto  “se dice es verdad” (p. 212). Esa verdad le llega al lector a través del estilo, del tono, de la sensación de autenticidad y sinceridad con que relata, y por la emoción contenida que destilan las historias. ¿Dónde encajarlas? Landero, sin disimulo alguno, compone una novela (la define en una entrevista como “novela de hechos totalmente verídicos”), un autorretrato en cierto modo, pero tratado en forma de ficción, como si quisiera contar la novela de su existencia; no en vano el protagonista se afilia a la casta de los desclasados, como Sorel o Gatsby (p. 220), y nos confiesa que `el signo de su vida´ había sido “la ambigüedad, el desarraigo, el merodeo, la vaguedad de los contornos, la indefinición de las tareas” (p. 97), pero, sobre todo, cómo fue encontrándole sentido a una  existencia errática. Quizá porque según se afirma en un momento dado: “lo que no se escribe se pierde sin remedio” (p. 116); y para que nada se pierda y adquiera sentido, el ámbar donde se atesoran los recuerdos debe convertirse en un relato como el que ahora nos brinda Luis Landero.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en el núm. 1, correspondiente a los meses de noviembre y diciembre del 2014, p. 11, de la ed. española de la revista Buensalvaje. Corrijo un error que cometí en la versión que aparece en la revista impresa. 
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