sábado, 7 de noviembre de 2015

Sobre la novela `Polaris´, de Fernando Clemot

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LAS PUERTAS DEL INFIERNO
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Esta nueva novela de Fernando Clemot, Polaris (Salto de Página, 2015), podría definirse como una distopía, o cacotopía, aunque su acción transcurra en el pasado, pues se trata de una narración sobre el control del individuo basado en el miedo y en los experimentos con seres humanos, que empezaron a practicarse durante la Primera Guerra Mundial. En suma, de una novela, dicho de manera abstracta, sobre el mal.
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En un barco que navega entre Noruega y Groenlandia, el Eridanus, de una misteriosa compañía llamada la Central, el 4 de mayo de 1960 se produce la misteriosa muerte del enfermero Mutter. Tres días después, Vatne y Dot, dos hombres enviados por la empresa para esclarecer los hechos, someten a algunos tripulantes a severos interrrogatorios, sobre todo al doctor Christian, el narrador protagonista de la historia, con quien el fallecido trabajaba de ayudante. Así, tanto los hechos como las reflexiones nos llegan tamizadas por la voz poco fiable del médico, un hombre enfermo, melancólico, que se atiborra de barbitúricos, de Veronal, que no miente a sabiendas, pero que sufre de ansiedad y náuseas con frecuencia, al que le falla la memoria y parece vivir en un delirio casi perpetuo.
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El Eridanus parte de Bergen, en Noruega, llega a Fugloy, al norte de las islas Feroe, de allí viaja a Raufarhofn, en la costa de Islandia (“un lugar tristísimo“, p. 40), pero entonces cambia de ruta y pone rumbo a la deshabitada isla de Jan Mayen, situada entre el Atlántico y el mar de Groenlandia, donde debe hacer unas prospecciones en aguas profundas que, al decir de los marinos, carecen de sentido (p. 107). Lo sorprendente es que tras abandonar Islandia la conducta de los marineros empieza a volverse violenta: se pelean o amenazan entre ellos, torturan a un delfín e incluso Mutter agrede al doctor. No puede extrañarnos, por tanto, que desde el comienzo del relato el narrador se queje de “esta maldita travesía“ (p. 14) y más adelante de “estos mares de hielo y muerte“ (p. 100), a la vez que los lectores nos preguntamos qué es lo que está sucediendo.
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El exhaustivo interrogatorio a que es sometido Christian propicia tanto la rememoración como las reflexiones, pues se trata de aclarar lo sucedido la noche del 4 de mayo en el Eridanus, mientras va desgranando importantes episodios sobre distintos momentos de su pasado (“el recuerdo es un lobo con piel de cordero“, p. 71), que reaparecen en varias ocasiones a lo largo de la trama, relacionándose unos con otros. Todo ello nos lleva a conocer los conflictos que atormentan al doctor, que comienzan en la infancia, se extienden a lo largo de toda su existencia y llegan hasta el presente, con la Segunda Guerra Mundial y la postguerra de fondo. Y nos sirve a los lectores para comprender la historia y la confusa personalidad del médico, contratado por la Central para ayudarlos a conocer mejor a sus empleados. Se trata, en esencia, de tres episodios significativos de su vida: los veranos de la infancia pasados en Feset, en la granja de su tía Alice, junto a su padre, también médico y miembro del NS noruego, la versión del Partido nacionalsocialista alemán que gobernó durante la ocupación, y su hermano Paul, gravemente enfermo; su participación en la batalla de Creta (1941), en el asalto al aeródromo de Maleme, en calidad de médico del bando alemán; su primer trabajo con la compañía en el Poel, realizando prospecciones en el Índico, entre Madagascar y las Islas Reunión, en Tromelin; y, por último, el anterior viaje que realizó con el Eridanus por el Mediterráneo, más los relatos que le cuentan en ambos trayectos y que no dejan de obsesionarlo.
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Así, tenemos en acción un barco que semeja “un cadáver flotante en descomposición“ (p. 8) mientras sigue un rumbo incierto, donde las únicas leyes son las de la Central; un ente incorpóreo que parece haber trazado de antemano la vida de todos ellos, la cual, mediante cartas que van abriéndose a diario, emite órdenes (“las órdenes no se meditan ni se discuten: se obedecen“, p. 49; pues, como si de Dios se tratara “la Central escribe recto con renglones torcidos“, p. 35); luego, un médico que, conforme progresa la trama, vamos viendo que no es quien en principio parecía ser, tras ir conociendo su pasado y las secuelas que le dejó; y, por último, un entorno de soledad en medio de un mar inmenso, en un viaje hacia el Ártico, a la nada. Sin embargo, los sucesos se precipitan cuando el doctor y sus ayudantes, Mutter y Agger, empiezan a realizar unas encuestas sobre los sueños de los marineros por mandato de la Central, algo que no se aclara hasta la p. 74. De la misma forma que hasta el final del séptimo capítulo (p. 137), no se nos proporciona el primer dato concreto sobre la tragedia a la que se viene aludiendo, con la aparición de un cadáver, que pende del cabrestante principal.
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Podría decirse, por tanto, que estamos ante una narración plagada de enigmas, algunos de los cuales, no todos, acabarán desentrañándose, en la que el lector tiene que ir recomponiendo la historia, con los pocos datos fiables que se le proporcionan. Así, no podrá dejar de preguntarse qué es la Central; qué órdenes aparecen en las cartas que tanto preocupan e indignan al doctor, mientras que a los demás les resultan rutinarias; o qué contenía la carga que llevaba el Nuuk, destinada a la torre de seguimiento de una base americana al sur de Thule. Pero también por qué cambian de ruta en medio de la travesía. Qué ocurrió en Islandia para que, al abandonarla, empezaran a surgir brotes de violencia. Qué sucedió la noche crucial del 4 de mayo. O bien, si el doctor intentó matar a su hermano (p. 102), y a Mutter (p. 137), y de ser así, por qué lo hizo, ¿tal vez por piedad, en el primer caso? De igual modo, ¿por qué hundieron los alemanes el tercer barco, el Polaris, y qué valiosa mercancia transportaba (pp. 141 y 161)? ¿Existió realmente ese buque? ¿Qué relación mantiene el doctor con la Central? ¿Conocía, quizá, las órdenes de la compañía, fue de él la idea del experimento, de escrutar en los sueños de los marineros? ¿Hasta cuándo compartió la ideología nacioalsocialista de Vidkun Quisling? Y si, por ultimo, el lector siente curiosidad indagará sobre la batalla de Creta, la historia de las islas de Jan Mayen y Tromelin, o sobre el citado líder noruego nazi, personificación del colaboracionista, del traidor. 
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Se vale el autor también de distintos símbolos. El primero y principal es el mismo viaje, rumbo al corazón de otras tinieblas, que en esta ocasión no están en el África profunda, sino camino del Polo Norte; el segundo sería la idea de las islas como grandes barcos flotantes, como prisiones; la radio que les recuerda que siguen vivos; y, por último, los mapas, los cuales le sirven al doctor para relacionar distintos momentos de su vida (p. 70). Asimismo, podría decirse que la historia se construye mediante contraposiciones: el barco frente a la tierra firme, a la que tanto anhelan llegar los tripulantes; la “racionalidad absoluta“ de la Central versus la irracionalidad o el sentimentalismo que defiende el doctor (pp. 115 y 178); o el mundo antiguo de este, creyente protestante y nacionalsocialista, frente al nuevo mundo que defiende la Central, basado en la racionalidad, el control y el terror que produce la energía atómica (p. 180).
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Llama la atención, sin embargo, que en una novela cuya acción transcurre durante una travesía en barco, apenas tenga protagonismo el mar. Quizá sea porque toda la historia se centra en el médico, en sus miedos y angustias, en los recuerdos que lo obsesionan, pues uno lo lleva a otro y el presente a su dramático pasado. No en vano, en el desenlace, Harris lo describe como “un hombre perdido en una fe que no llega a confortarlo [...], un hombre vacío, el más triste y aislado de sus malditos peones“ (p. 173). Por tanto, podría pensarse que si Christian indaga acerca del dolor, quizá se deba a que trata de apaciguar el que él mismo ha infringido o padecido, y por eso le inquieta tanto la historia de los náufragos de Tromelin, la muerte de Mutter, la cual le recuerda otra semejante que vio con espanto en Creta, los sufrimientos de la guerra, las huellas y traumas que le dejaron, cuyos horrores y consecuencias seguían todavía frescos en 1960. No en vano, se refiere a esos años como “la edad de hierro en la que vivimos“ (p. 46), o como “esta edad de ruina y plomo“ (p. 54). En el desenlace, que transcurre en la isla de Jan Mayen, se reencuentra con el mismo cielo estrellado de Feset o de Creta, y con los restos de un Junker de transporte JU-52, la clase de avión del que tuvo que saltar en paracaídas sobre la isla griega. Y aunque no parece quedarse allí a disgusto, algún lector se preguntará si logrará sobrevivir, si conseguirá llegar a la estación americana. Otros elementos que adquieren importancia a lo largo de la narración son la soledad, la memoria (la del doctor se manifiesta parcial, quizá por traumática: “A menudo mi recuerdo parece un cuarto revuelto al que no puedo poner orden“, p. 69), la culpa, el dolor, la dificultad de convivir...
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Esta es la tercera novela del autor, tras El golfo de los poetas (2009) y El libro de las maravillas (2011), quien también ha publicado dos volúmenes de cuentos: Estancos del Chiado (2009) y Safaris inolvidables (2012). Polaris se nutre de varios episodios del anterior libro de Clemot: la historia de María Aparecida, el reencuentro con el capitán Jensen (en esta novela llamado Denis) y la visita a su casa en “El muelle de Heysche“; y el viaje del Poel al Índico, en el cuento titulado “Tromelin“. Pero lo que en aquel leíamos como cuentos, aquí creo que funciona mejor como episodios de una novela.
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Además del periplo que emprende el barco, se narra también el viaje interior del protagonista, el combate mental que entabla con su propio pasado, que no deja de repicar en el presente. Diría, por tanto, que estamos ante una novela existencial, cuya trama se sustenta en la intriga, pero que compone una alegoría sobre el poder, y más en concreto sobre la crueldad humana (“el lugar más solitario del mundo se llena de muerte si desembarca el hombre“; “apenas hace falta la presencia del hombre para que el horror llegue con él“, pp. 68 y 73), y por tanto sobre el perdón, el castigo y la necesaria expiación. Y aunque la acción transcurra en el pasado, creo que apela al presente y nos alerta sobre el futuro (“Nos dirigimos hacia un mundo sin ideología –le espeta Vatne al doctor-, un mundo herramienta, pequeños engranajes que forman parte de un engranaje mayor. Todo debe estar sincronizado, ser previsible...“, p. 155), de ahí que nos atreviéramos a calificarla de cacotopía o distopía.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista El Viejo Topo, núm. 333, octubre del 2015. pp. 78-80. 
 

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